Alma Española
Madrid, 3 de enero de
1904
año II, número 10
páginas 3-5
Miguel de Unamuno
Alma vasca
«Egi alde guztietan
Toki onak badira
Bañan biyotzak diyo
Zoaz Euskalerrirá.»
Iparraguirre
No se conoce a uno sino por lo
que dice y hace, y el alma de un pueblo sólo en su literatura y su historia
cabe conocerla –tal es el común sentir. Es hacedero, sin embargo, conocer a un
pueblo por debajo de la historia, en su obscura vida diaria, y por debajo de
toda literatura, en sus conversaciones.
«Si los pueblos sin historia son
felices, felicísimos han sido los vascos durante siglos y siglos», dijo de
nosotros Cánovas del Castillo. De esta felicidad secular arranca nuestra
juventud, una juventud amasada durante siglos. Pero ¿es que no hemos tenido
historia? ¿Nos han faltado Aquiles u Homeros que los hayan cantado? «El pueblo
inglés es un pueblo mudo; pueden cumplir grandes hazañas, pero no
describirlas», dijo de su pueblo Carlyle, y con más razón que él del suyo puedo
yo decirlo del mío. Y así como Carlyle añadía que su poema épico, el de los
ingleses, está escrito en la superficie de la tierra, así añado yo que, más
modestamente y más en silencio aún, ha escrito en la superficie de la tierra y
en los caminos del mar su poema mi raza, un poema de trabajo paciente, en la
América latina más que en otra parte alguna.
Durante siglos vivió mi raza en
silencio histórico, en las profundidades de la vida, hablando su lengua
milenaria, su eusquera; vivió en sus montañas de robles, hayas, olmos, fresnos
y nogales, tapizadas de helecho, argoma y brezo, oyendo bramar al océano que
contra ellas rompe, y viendo sonreír al sol tras de la lluvia terca y lenta,
entre jirones de nubes. Las montañas verdes y el encrespado Cantábrico son los
que nos han hecho.
Entramos tarde en la cultura, y
entramos en ella con todo el vigor de la juventud y toda la cautela de una
juventud elaborada tan lentamente, con timidez bajo la audacia misma. Porque el
vasco, por arriesgado que sea ante la naturaleza, suele ser tímido ante los
hombres, vergonzoso. El más valeroso marino vasco que haya afrontado el peligro
supremo con serena calma, el más fuerte luchador contra los elementos que salga
de mi raza, la de Elcano, el primero que dió vuelta al mundo, encuéntrase en
sociedad cohibido. Mi paisano y entrañable amigo Juan Arzadun, en el
hermosísimo relato la «Nochebuena del expósito», que figura en su precioso
libro Poesía (tomo II de la «Biblioteca bascongada de Fermín Herrán», Bilbao
1897), habla del «tipo hermoso y tranquilizador del aldeano vasco» que «daba
vueltas entre sus manos de gigante a la boina, lleno de insuperable timidez, y
sonreía con vaguedad, fuerte y bonachón como un Hércules adolescente». La
pintura es admirable; sobre todo lo de la timidez. Quien haya conocido en
Universidades grupos de estudiantes vascongados, recordará dónde y cómo suelen
reunirse, y cómo huyen de cierta sociedad. A ello ha contribuido no poco la
natural torpeza para expresarse en lengua castellana, porque donde ha llegado a
ser ésta, como en Bilbao, la nativa, las cosas varían.
Vizcaino es el hierro que os encargo;
corto en palabras, pero en obras largo.
concluye diciendo Don Diego de
Haro en aquel magnífico final de la escena primera del primer acto de La
prudencia en la mujer, en que Tirso de Molina dijo de nosotros en cuarenta
versos lo que en cuarenta volúmenes no se ha dicho después. «Cortos en
palabras, pero en obras largos.» Hasta nuestras palabras suelen ser acción -que
lo diga, recientemente, el vasco Grandmontagne- y confío en Dios en que cuando
se nos rompan por completo los labios y hagamos oír nuestra voz en la
literatura española, será nuestro pensamiento corto en palabras y en obras
largo.
Es, ante todo, un pueblo ágil y
ágil más que maciza su activa y silenciosa inteligencia. Il saute comme un
basque, se dice proverbialmente en Francia, y cuando nos metemos a escribir
damos también saltos y cabriolas. Y la agilidad es la expansión más pura de la
fuerza espontánea. Ved que nuestro juego típico es el de la pelota. De las
ideas mismas hacemos pelotas en que adiestrar y robustecer nuestro espíritu. En
los últimos disturbios de Bilbao, las ideas que unos y otros empendonaron eran,
créanlo o no ellos, un pretexto para luchar.
La inteligencia de mi raza es
activa, práctica y enérgica, con la energía de la taciturnidad. No ha dado
hasta hoy grandes pensadores, que yo sepa, pero si grandes obradores, y obrar
es un modo, el más completo, acaso, de pensar. El sentimiento del vasco es un
sentimiento difuso que no se deja encerrar en imágenes definidas, savia que
resiste la prisión de la célula, sentimiento, por decirlo así, protoplasmático.
Estalla en la música, que es lo menos ligado a empobrecedoras concreciones.
Coged las letras de Iparraguirre sin música, hacedlas traducir, y os resultará lo
más vulgar y pedestre. Y, sin embargo, oíd cantar aquel «extiende y propaga tu
fruto por el mundo mientras te adoramos, árbol santo», y como en un mar se
brizará en sus notas robustas vuestro corazón, acordando a ellas sus latidos. Y
es que letra y música se concibieron juntas, como formas de una misma
substancia.
Un carácter rudo y pacientemente
impetuoso, por lo común autoritario. De la rudeza dan buena muestra las
atrocidades que de los turbulentos banderizos de fines de nuestra Edad Media
nos cuenta Lope García de Salazar en su Libro de las buenas andanzas e
fortunas, aquellas sombrías luchas entre los de Butrón y Tamudio, los de
Tamudio y los Leguizamón, los Leguizamón y los Tariaga y Maztiartu, narradas
con fúnebre monotonía por el viejo cronista mientras estaba preso por sus hijos
en la torre de Sant Martín de Mesñatones.
Y autoritarios, sí, autoritarios,
a la vez que de espíritu independiente. Para mandar salvajes o para regir
frailes, para colonizadores o para priores que ni hechos de encargo, pintiparados
allí donde haga falta una energía un poco ruda y procedimientos rectilíneos,
pero torpes para gobernar pueblos ya hechos, donde haya que concertar
voluntades y templar gaitas, donde se requiera flexibilidad ante todo. Y cuando
le toca ser subordinado el vasco, según la frase consagrada, obedece, pero no
cumple; no dice que no, pero hace la suya.
Porque a tercos sí que no nos
gana nadie. «Vizcaíno, burro», suele decirse aludiendo a nuestra testarudez,
que acaso llegue a ser muchas veces en nosotros un vicio, pero que es, sin
duda, de ordinario nuestra virtud capital. Si no entra de otro modo el clavo,
lo meteremos a cabezadas. Pero nuestra terquedad es menos violenta que la del
aragonés. Toda la afabilidad que se quiera, pero a hacer la suya el vasco. «Los
vascongados -suele decirme un amigo- no atienden ustedes a más razones que a
las suyas propias; si se arruinan, será solos, sin empacharse de consejos
ajenos, pero sin culpar tampoco al prójimo por ello.» Por tercos, más que por
otra cosa, hemos sostenido dos guerras civiles en el siglo pasado, porque nos
parecía que marcha demasiado de prisa el progreso político, sin acomodarse al
social; para ponerle a paso de buey, lento, sí, pero seguro.
Si hay algún hombre
representativo de mi raza, es Iñigo de Loyola, el hidalgo guipuzcoano que fundó
la Compañía de Jesús, el caballero andante de la Iglesia: el hijo de la
tenacidad paciente. La Compañía, me decía una vez un famoso exjesuíta, no es
castellana, como se ha dicho, ni española; es vascongada. Y vascongada hasta en
sus defectos. Es vascongada en su terquedad pacienzuda, en su espíritu a la vez
autoritario e independiente, en su horror a la ociosidad, en su pobreza de
imaginación artística, en la fuerza para acomodarse a los más distintos
ambientes, sin perder su individualidad propia. Y esto me lleva como de la mano
a decir algo de lo que se ha llamado nuestro fanatismo.
Fue el pueblo vasco de los
últimos en abrazar el cristianismo, pero lo abrazó con tanto ahínco como
retardo. No es para nosotros la religión una especie de arte supremo en que
busquemos tan sólo satisfacción a anhelos estéticos, sino que es algo muy hondo
y muy serio. No es extraño encontrar en nuestras montañas quienes vivan
hondamente preocupados del gran negocio de su salvación, en un estado de
espíritu genuinamente puritánico. Nuestro sentimiento religioso, hondamente
individualista, no se satisface con pompas litúrgicas en que resuenan ecos
paganos. Es por dentro un espíritu nada romano; la de un alma que quiere
relacionarse a solas y virilmente con su Dios, un Dios viril y austero. El
calvinismo hugonote empezó a arraigar en el país vasco-francés; uno de los
primeros libros impresos en vascuence -si no el primero, el segundo-, fue la
traducción del Nuevo Testamento hecha en 1571 por Juan de Lizarraga, un
hugonote vasco-francés, bajo los auspicios de Juana de Albret. En el fondo de
la más rígida e incuestionable ortodoxia, se descubre pronto en la religiosidad
de mi raza un germen antilatino, germen que espero dará frutos. La misma
Compañía de Jesús que fundó mi paisano Loyola para atajar la marcha del
protestantismo, ¿no nació, acaso, como todo movimiento que pretende oponerse a
otro, en el seno mismo en que éste se agita, en relación de unidad profunda
bajo su oposición superficial? Los Ejercicios espirituales, de Loyola, ¿no son
acaso uno de los libros más gustados entre protestantes? Si persiste o no hoy
el primitivo espíritu ignaciano en la Compañía, es ya otra cosa.
Se habla de nuestro espíritu
reaccionario, cuando debía llamársele más bien conservador, en el mejor
sentido. Queremos progresar al paso de la naturaleza, con calma, acomodando lo
político a lo social. En el fondo del carlismo vascongado hubo siempre un soplo
socialista; vislumbraba que se ha ahogado la libertad social bajo la política.
Me decía una vez Pablo Iglesias que a nadie era más difícil de ganar al
socialismo que al vascongado, pero que una vez dentro de él, era de los
convencidos y de los sólidos, sin impaciencia ni desmayos.
Sobre esa base de austera y seria
religiosidad, de activo recogimiento, se levanta la familia vasca, bajo la
autoridad del eche co jauna, del amo de la casa. Y junto a él su mujer, que con
él laya en la heredad, una mujer robusta. De soltera, con las trenzas tendidas
sobre la espalda, lleva a la cabeza la herrada, suelta, ágil y fuerte, con la
gracia reposada del vigor, «asentándose en el suelo como un roble, aunque ágil
además como una cabra; con la elegancia del fresno, la solidez de la encina y
la plenitud del castaño…, amasada con leche de robusta vaca y jugo de maíz
soleado»…, permitidme que reproduzca estas palabras de mi Paz en la guerra. Y
es ésta luego una mujer que la maternidad priva sobre la sexualidad. Me han
confirmado sacerdotes de mi país, que por el confesionario lo saben, que los
rarísimos casos de adulterio que en nuestras montañas ocurren, se deben en gran
parte al ansia de las mujeres por tener hijos, cuando el marido no se los da.
Los desea y los necesita.
Si su aspereza tosca no cultiva
aranzadas a Baco, hazas a Céres,
es porque Venus huya, que, lasciva,
hipoteca en sus frutos sus placeres.
Aquí observo bien dos hechos el
travieso mercenario, aunque no acertó a relacionarlos. En el país vasco ni la
extrema pobreza y desolada aridez que sume a los pueblos en incurable tristeza,
ni la exuberancia y facilidad que los hunde en modorra e indolencia. Ahora que
con las minas y las industrias ha empezado a acumularse una gran riqueza, ahora
es cuando empieza a notarse algún cambio en el espíritu. Emprendedor y activo,
sí, pero se ha hecho insoportable el bilbaíno por lo pagado de si mismo y de su
riqueza y su convencimiento de pertenecer a cierta raza superior. Mira con
cierta petulancia al resto de los españoles, a los no vascongados, si son
pobres, llamándolos despreciativamente maquetos.
Es antigua en el pueblo vasco la
pretensión de nobleza, originada del aislamiento en que vivió. Para el aldeano
vasco no hay más que una distinción entre las gentes; euscaldunac los que
hablan euscara o eusquera como él, y erdaldunac los demás, los bárbaros, los
que hablan cualquier erdara o erdera, nombre en que se incluyen todas las
hablas que no sean vascuence. Y respecto a pretensiones de hidalguía, basta
leer lo que a Don Quijote dijo Sancho de Aspeitia. Cuéntase también que
diciendo un Montmorency, creo, delante de un vasco, que ellos, los Montmorency
databan no sé si del siglo VIII o IX, contestó el otro: pues nosotros, los
vascos, no datamos. Y Tirso de Molina hizo decir a don Diego de Haro que
Un nieto de Noé les dió nobleza
que su hidalguía no es de ejecutoria.
Estos humos han producido ahora,
a favor de la riqueza, una atmósfera irrespirable, pero es de esperar que
digieran mis paisanos su riqueza y surja allí la cultura que canta sobre las
chimeneas de las fábricas, como diría otro vasco, Maeztu, la que brota de
expansión de vida.
Se ha dicho alguna vez que el
vasco es triste, y triste habría que creerle, a juzgar por los relatos de
Baroja. Yo no lo siento así, sino que aspiro en mi país, y entre los míos, una
alegría casera y recogida, y no pocas veces el estallido de gozo de la vida que
desborda.
Para alegría, la de mi país; una
alegría como la del sol que sonríe entre jirones de nubes, sobre las montañas
verdes, al través de la lluvia no pocas veces; una alegría agridulce, como la
del chacolí o la sidra. Suele ser la alegría de dentro, no la que el sol os
impone, sino la que brota del estómago saciado; no del cielo, sino del suelo.
Suele ser la alegría a la holandesa que irradia de los cuadros de Teniers, la
de sobremesa, tras pantagruélicas comilonas, no la que se nutre de manzanilla,
aceitunas y cantos morunos. Hay que ver en la romería de la Albóniga, sobre
Bermeo, cómo los intrépidos pescadores se desentumecen los miembros dando
saltos y cabriolas, con una encantadora tosquedad, con la torpeza de gaviotas o
alabancos que se pusieran a bailar.
¡Y si viérais una vuelta de
romería, allá, al derretirse de la tarde, en los repliegues del sendero, entre
las fuertes hayas cuyo follaje susurra extraños rezos! Vuelven cantando y
saltando, cogida la moza no pocas veces por el robusto brazo de layador del mozo,
riendo cualquier bobada, porque es la risa la que busca el chiste y no éste el
que la provoca, abriendo la espita al chorro de vitalidad que desborda como de
henchida cuba. De cuando en cuando arranca de un gaznate fresco un sanso o
irrintzi, un relinchido, y sube como alondra, esparciéndose por el valle
mezclado al rumor del follaje de los robles, y callan los pájaros, y vibra el
cielo y se derriba al fin en el ámbito saturado de la santa alegría que del
descanso del trabajo brota, aquel latido de un alma sencilla, que vive sin
segunda intención y que sólo sabe expresarse así, inarticuladamente, en robusta
oración al dios de la alegría y del trabajo, de la alegría seria y del trabajo
serio.
No; mi pueblo no es triste; y no
lo es, porque no toma el mundo no más que en espectáculo, sino que lo toma en
serio; no lo es, porque estará a punto de caer en cualquier dolencia colectiva,
menos en esteticismo. El día en que pierda la timidez, cobre entera conciencia
de sí y aprenda a hablar en un idioma de cultura, os aseguro que tendréis que
oírle, sobre todo si descubre su hondo sentimiento de la vida: su religión
propia.
Miguel de Unamuno